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Cronologia del Antiguo Peru (Parte XXXXII) – Pervivencias Prehispanicas en el Mundo Actual

Publicado: 2012-11-30

Se nos ha venido presentando insistentemente diríamos, el desarrollo histórico del Perú como si fuera un proceso desarticulado, en el que la llegada de los hispanos a nuestras tierras, significó un quiebre total entre las antiguas concepciones surgidas aquí, las que fueron enfrentadas y liquidadas por las ideas religiosas, estéticas, sociales, etc., que traían los españoles, pero la cosa así planteada no resulta siendo del todo cierta, pues podemos constatar y sin mayores esfuerzos, que existen suficientes pruebas que demuestran, eficientemente, que mucho del antiguo mundo prehispánico sobrevivió, con gran fuerza y que, por el contrario, aún pudieron influir poderosamente en las expresiones de los mismos invasores, quienes se vieron constreñidos por las circunstancias, a aceptar e incorporar incluso, en su lengua y en general, en su bagaje cultural, numerosos elementos, productos de la naturaleza y de la mano del hombre de ese antiguo mundo centro andino, como ocurrió con el empleo de la papa en la alimentación o el consumo del rapé, por solo citar dos ejemplos, que se expandieron por toda Europa. El mundo de las tradiciones populares –es decir, de las creaciones que se incluyen en el campo del Folklore- ha recibido la atención de diversos autores, que muestran una gran variabilidad de apreciaciones sobre el tema, para este trabajo nuestro, incorporamos al pie las sesudas opiniones del maestro y amigo argentino Edgar Albizu: “… Arte es manifestación del mundo, de las posibilidades de la existencia humana y de sus límites, en imágenes que los significan en su pureza ontológica. La verdad del arte reside en la experiencia de los horizontes últimos de sentido, en un incremento en ser que él cumple dentro del mundo, lo cual conduce hasta el significado para el que no hay significante adecuado: el significar del arte se consuma así por una dialéctica de ausencia y desborde que transforma tanto el sentido de la materia cuanto las líneas de significado abiertas por el pensamiento.

Ahora bien: en su presencia global, el folklore es un fenómeno afín al arte_ es sabiduría presente en imágenes, en significantes que parecen mantener con sus significados una dialéctica de ausencia y desborde análoga a la del arte. Sin embargo, es condición de la obra folklórica no suscitar conciencia alguna de su excepcionalidad en cuanto a fenómeno en el que el mundo se yergue creciendo en ser. Por el contrario, la obra de arte supone como condición necesaria la conciencia de la planificación. Con esto no se alude a una presunta apercepción demiúrgica que se daría en el artista o en el espectador; tampoco a cierto carácter personalizado, individualizado, de la obra de arte, ni al elemento der “lo culto” en el que se movería, frente a lo cual el folklore se caracterizaría por una n menos presunta apercepción humilde, por lo anónimo y popular, en el sentido de plebeyo e inculto. Puede haber arte culto e inculto, individualizante y socializante; lo mismo puede ocurrir con el folklore. Lo específico del arte –que lo distingue del folklore- se halla en la planificación de significado ontológico-mundano, tal como se muestra en los procesos de acogimiento, creación y promoción del arte: su origen se halla en una voluntad de interiorización (en la obra) y de forma ceñida; esa decisión, no consciente en todos sus significados y alcances, se da en el artista, se recoge en la obra y se acoge al espectador (u oyente o lector). Es una búsqueda de significados, una disposición descubridora en la que se desenvuelve lo real mismo, creando entes cuyo único sentido es manifestar lo que es. Ahora bien: en el folklore no hay esa voluntad de interiorización, de descubrimiento, que crea formas ceñidas; están adaptadas y como recubiertas por la pátina que deja el uso. La unificación de planos de significado tiene sentido inverso a la que se da en el arte; aquí el material se adentra hacia un centro que determina su sentido y lo mantiene fijo, cm imantado, en esa nueva estructura; en el hecho folklórico todos los significados son arrojados a la superficie del material, se encuentran dispersos en él, moviéndose sin núcleo interior, a merced de las decisiones de cada momento. El folklore es más ocasional que el arte; por otra parte, la forma folklórica está cristalizada en innumerables capas de sedimentación, de lo que resulta una plasticidad ya casi solidificada, una ocasionalidad repetitiva que encubre el significado, no ausente por inadecuación con el materialismo por el desgaste de su forcejeo.

De los tiempos prehispánicos del antiguo Perú, del mundo andino precolombino, se han conservado numerosos elementos que mantienen incluso su vigencia, su funcionalidad, tanto en el campo de lo material, como en las áreas del pensamiento y la cosmovisión: lenguas, mitos, herramientas, cuentos, leyendas, magia, agricultura, técnicas, gastronomía, costumbres, artes, pesca, organización social y tradiciones que siguen teniendo actualidad, como se puede constatar fácilmente, que están presentes en numerosas comunidades rurales -y también urbanas- de Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina y Chile y que, aunque fragmentariamente, muestran la pervivencia de un mundo de hace más de 500 años que se niega a desaparecer, pese a haber recibido, evidentemente, ciertas y abundantes adaptaciones para adecuarse a los tiempos coloniales primero, y a las circunstancias actuales luego. Así podemos observar cómo se han mantenido los tipos de calzado a los que se denominan ojota, shukuy y llanque. Es decir, los llanques, una especie de zapatos, de tipo mocasín, generalmente hechos con la piel del cuello de las llamas, mientras que las ojotas o usutas, son una simple hoja de cuero endurecido, a modo de zapatilla o pantuflas, que se sujetan mediante tientos de cuero al pie y al tobillo del portador, casi al estilo de las  japonesas “sayonaras”; el shukuy, por su parte, es un abrigador cubrepiés cuya base es cuero de llama y el empeine es de la lana del mismo camélido. En todos estos  casos, se trata de prendas de muy antigua data; en la Huaca Rajada (Sipán), el llamado “Señor de Sipán”, traía unas planchas metálicas para protegerse la planta de los pies, que no se diferencian de aquellas de cuero que encontráramos en Ancón y en varios sitios arqueológicos del valle del Chancay, y Mejía Xesspe y Engel han descrito mocasines descubiertos en tumbas de la Costa Central, de iguales características  a los que usan numerosos grupos campesinos actuales comúnmente, aunque pueden ser del cuero y la pelambre de cuyes, caballos, vacas o conejos; mientras que los danzantes “Huatrilas” llevan los abrigadores shukuy que funcionan a modo de chinelas.

La ojota (usuta), que se suele hacer hoy con recortes de llantas de jebe usadas, permite una mayor protección a la planta del pie, pero todavía hemos usado en las serranías de Lima, las tradicionales usutas de cuero, que son  sumamente útiles y cómodas en el trabajo agrario, sobre todo en el riego de las chacras, y podemos observar el uso de los shucuy o de llanques, no sólo en la vida diaria del campesino, sino también en formas danzarias como en la Tunantada, en la que los Huatrilas lo llevan como parte de su indumentaria -entre las gentes del valle del Mantaro-, exactamente iguales a los que se encuentran en los entierros de varios lugares del país, cubriendo los pies de los difuntos de hace más de 500 años, como lo hemos señalado arriba. El poncho es, sin duda, prenda de antigua presencia en el país, aunque haya algunos autores que no lo estimen así, sino que creen y sostienen que procede de una modificación  de la capa hispana y europea en general. Pero, en el Museo de Puruchuco se conserva un poncho ceremonial, proveniente de La Molina, de época ligeramente anterior a los Incas, que muestra un tejido rústico de algodón, ralo, de color leonado, con el cuello delimitado mediante pespuntes claramente. Se trata entonces, de un rectángulo de tela, de una braza de ancho y algo más de dos brazas de longitud, del que una cara está cubierta por lentejuelas discoidales de plata y la cara posterior es una preciosa muestra de arte plumario, en colores verde, amarillo, rojo, azul, negro, representando peces, decoración lograda con menudas  plumas de colibrís y de aves de la Amazonía, que cubren la tapanuca del tocado, como ocurre también con las coloridas y chillonas plumas de guacamayo que rematan el alto tocado que ostentaba el personaje molinero, quien era el usuario del poncho señalado y que cubría su rostro con una máscara laminar de metal  en la que se representan las facciones del personajes mediante repujado.

En la huaca Tacaynamo o Chore, en La Esperanza, Trujillo (La Libertad), tuvimos la oportunidad de rescatar más de una docena de pequeños ponchitos, todos ellos de hilo de algodón de color blanco, con el cuello perfectamente delimitado, los bordes de estos tejidos –bastante ralos por cierto-, muestran flecos terminales en sus lados estrechos, cuyas dimensiones implican que no se preparaban para ser usados normalmente por las gentes, y sobre cuya superficie exterior se ha pintado figuras ictiomorfas o geométricas de colores negro o marrón oscuro, que encontramos en las huacas del Arco Iris y Tacaynamo. En Paracas, Tello demostró la presencia de pequeños ponchos –esclavinas-, similares a los que aún usan los huasos chilenos. No es pues, evidentemente, una prenda derivada de la capa hispana, como pretenden algunos, sino de un elemento del vestuario indígena que se conserva en Colombia –como ruana-, en México –el quechquémitl-, en Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina y Chile, en uso actual, prenda que los hispanos hallaron adecuada al clima y a las circunstancias de estas tierras, por lo que prosiguieron fabricándola y usándola -incluso llegando a desplazar a la capa, que por cierto, ya no se usa-, mientras que el poncho sigue empleándose como parte, diríamos indispensable, del vestuario tanto en la costa como en la sierra. Y en Huancavelica se sigue usando en el vestido tradicional, coloridos ponchos de pequeñas dimensiones por los varones, en el área campesina sobre todo.    No se emplearon sombreros en el antiguo Perú, pues para cubrirse la cabeza se usaba un paño doblado, sobre todo por las mujeres, al que se denomina “ñañaca”, y que aún cumple esa función protectora ante el sol, especialmente en el Callejón de Huaylas. Las monteras, en cambio, de uso diríamos generalizado en Apurímac, Puno y Cusco, pueden ser tanto un rezago de esos cubrecabezas nativos, como elementos procedentes de España. Lo que sí es evidentemente, una prenda andina de antiguo uso, es el chullo o chucllo, especie de pasamontaña que cubre la cabeza y las orejas de los usuarios, con largas proyecciones laterales y muchas veces con altas cumbreras; los hay en una notable variedad de tipos, pero todos ellos suelen ser de lana, de hilos gruesos, para abrigar cabeza y cara, especialmente en horas nocturnas o en las alturas cordilleranas. A veces aparecen sumamente decorados, en bandas de colores alternados o con franjas de colores diversos, que llevan en su interior figuras geométricas en oscuro y suelen portar pompones en las puntas de los segmentos que cubren las orejas. Es prenda varonil, que a veces es sustituida por una gorra de cuatro puntas, que ya aparece desde el Horizonte Medio y que se reproduce en esculturas líticas o tallas de madera entre los waris y los chimús al menos,  que parecieran coronar la cabeza de los “guerreros” de Sechín y de varias de las esculturas pétreas del Horizonte Medio. Al parecer es también de antigua data el uso de redecillas para sujetar la cabellera, especialmente entre los varones.

El unco y la cushma, son prendas de vestir que eran de uso diario de los varones; en el primer caso, llegan estos vestidos hasta las rodillas, mientras que la cushma, de uso corriente hasta la fecha en la Amazonía, suele caer hasta los tobillos, pudiendo ser usada también por las mujeres ocasionalmente y en algunas localidades. En ambos casos, se sujetan a la cintura mediante largas fajas relativamente estrechas, y  casi siempre primorosamente decoradas, especialmente cuando se trata de portadoras núbiles o solteras, o de personajes de alto nivel social. La prenda preferida originalmente por las mujeres en el antiguo Perú, sin embargo, era un largo vestido a modo de costal, con aberturas para la cabeza y los brazos, sin mangas. Una variante no mostraba abertura para la cabeza, sino una cuchilla sobre un lado de la prenda, por lo que quedaba un largo corte lateral, que debía ser necesariamente cerrado a la cintura por la faja, por lo común de lana, un poco al estilo del sarong polinésico, y en los hombros por tupus metálicos, que adoptaron después la forma de cuchara en el remate, como se observa todavía en Tupe, prenda femenina a la que se denomina capuz y que las crónicas describen en uso por las damas de calidad de la zona, como se relata que distinguía a la piurana Capullana, vestidura que llegaba hasta el piso que, en algunos casos, incluso  se arrastraba detrás de la usuaria, y que  era signo de su destacada condición social y económica. El  uso del capuz estaba restringido a pocas localidades de las serranías de Lima hacia el norte,  y se menciona su empleo por las mocheras hasta la época en que fue alcalde de Trujillo don Víctor Larco (principios del s. XX), quien prohibió el ingreso de las campesinas a la ciudad con ese tipo de vestuario, por pruritos moralistas, pues dejaba las piernas al descubierto, especialmente cuando ellas se presentaban montadas sobre asnos, portando los productos de sus chacras  para comercializarlos en el mercado, situación que fue considerada pecaminosa en grado sumo por ese burgomaestre, y ello trajo como consecuencia la desaparición de este atuendo en relativo breve tiempo.

Que sepamos, en el antiguo Perú no se usaron medias o calcetines, aunque hay indicios del empleo de una especie de polainas y de mangas adicionadas, que se sujetaban con tientos en torno a la parte baja de las perneras y a las mangas originales, como se sigue usando en Huancavelica, con preciosos diseños geométricos de vivos colores. “Maquitos” y polainas que caracterizan hoy a los habitantes de ese andino departamento, aunque también persiste en algunos cuantos sectores de Junín. En la cerámica mochica además, aparecen diseños de personajes portando una especie de medias o calcetines, lo que puede significar más que se pintaban las piernas, antes que de la existencia de una prenda de vestido especial para proteger la parte baja de las extremidades. Se ha discutido algo en torno a la presencia de pañuelos en el antiguo Perú, habiéndose supuesto que esta prenda no era de uso antiguo en el Ande, que procede de Europa e incluso -para algunos autores-, del África, pero las evidencias arqueológicas señalan sin embargo, el empleo de grandes pañuelos para cubrir la cabeza, como aún ocurre en diversos sectores de la Alta Amazonía, o sujetados al cuello, como vemos en las áreas campesinas de todo el país, y también existió el uso de piezas cuadrangulares de tela, de diversos colores, especialmente en relación con formas coreográficas de antigua data, como aquellas que aún llevan las pallas a la cintura para convocar a sus parejas en el baile público, en Huaraz y otras poblaciones del valle del Santa. Estas prendas manuales suelen llevar huatos o cordones en los ángulos, lo que permite cerrar el pañuelo, como una bolsa, faltriquera o globo, quedando las puntas amarradas hacia adentro, o en su defecto, aflorando por encima de las manos de sus portadores, tal como aparecen en numerosos diseños mochicas de danzantes, corredores o mensajeros (chasquis). De otro lado, pañuelos primorosamente labrados, con calados y bordados a la aguja, de hilos de colores, hechos de fino algodón y con la decoración polícroma en lana, se han encontrado en Ancón y en varios yacimientos del valle del Chancay, de épocas anteriores al Incario, como los que podemos encontrar en las colecciones textiles del Museo Amano que, precisamente proceden del área al norte de Pasamayo, por lo que debemos concluir que se trata de prendas de muy antiguo origen y uso andino generalizado, cuyo empleo se reforzó ante la presencia de piezas similares que manejaban también los europeos.

En cuanto a la cabellera, se ha conservado hasta la fecha, especialmente en los pueblos de la Costa Norte, el uso de dos grandes y gruesas trenzas, crenchas que se prolongan ocasionalmente con “pardos”, es decir, con adiciones de hebras de algodón nativo de color marrón (pisfil), que permiten incluso que se amarren y anuden sobre la cabeza, como suelen hacerlo las mujeres campesinas piuranas sobre todo, y también en Lambayeque y La Libertad, exactamente como aparecen representadas en numerosos ejemplares escultóricos de cerámica Vicús. Hay además, testimonios del uso de largas y delgadas  trencillas que caen por la espalda del poseedor hasta las corvas incluso, como lo demuestra una peluca encontrada en Puruchuco, y los peinados que hoy podemos ver entre las jóvenes solteras de Mangas y algunas otras comunidades de Cajatambo y Bolognesi, o entre los taquile del Lago Titicaca, donde son usadas corrientemente más bien por varones. Los peines escarmenadores, que comúnmente se piensa que proceden de España, sin embargo se presentan en el Perú desde el Horizonte Temprano, con características similares a los europeos, hechos de espinas o con púas de madera labrada, sujetándose los dientes tanto por su extremo proximal, de donde se coge con la mano, como por el área central, con un templador de caña normalmente -que puede estar incluso decorado por pirograbado-, para posibilitar su manejo adecuado. Muchos de estos peines pueden además, haberse usado en el cardado de la lana y no sólo para peinar, escarmenar o arreglar la cabellera humana, sino que también pueden portarse como elemento decorativo del peinado, como ocurre todavía en la actualidad con las mujeres “quebradeñas” en Chincha, que se colocan varios de estos pequeños peines como sujetadores de cabellos, de variado color, a un lado de la cabeza, sobre el temporal derecho por lo general, aunque en los tiempos modernos suelen reemplazarse con sujetadores de pelo multicolores de plástico a modo de clips. La peineta para adornar y sujetar la cabellera femenina, en cambio, es evidente que procede de los usos y costumbres de las damas españolas del s. XV, así como ocurre con las llamadas “pajillas” y los “tembleques”, de láminas doradas preferentemente, aunque estos últimos pudieran venir de costumbres prehispánicas andinas, al igual que el uso de tiras de tela colorida que sostienen el armazón de las trenzas.


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Tacaynamo

Arqueologia, Antropologia y Cultura. By Francisco Iriarte Brenner (@firiarteb)